Buenos días rufianes. Esta semana nos llegan nuevas desde el norte con su torneo en Navaridas, y en él hemos tenido de excursión a Jefe Orko, que nos compartió este relato de trasfondo desarrollado para acompañar a su banda de mercenarios en el evento.
El burgomaestre
de la villa imperial de Navaridas, herr Gabriel Manofirme, era presa de una ira
incontrolable. El ímpetu en su caminar
en la torre del homenaje era tal, que amenazaba con derrumbar la misma escalera
de piedra por la que ascendía.
Al llegar
a su destino, con un brutal portazo, lo que sus ojos contemplaron en la cámara
que se abría ante él no ayudó a mejorar su estado de ánimo.
-¿Qué
diablos significa todo esto maese Paolus?
-¿Acaso
no es evidente?- Una altiva y aflautada voz respondía desde el interior de la
sala. En un inmenso lecho con dosel, al pie de un ahogado fuego en el hogar,
yacía un delgaducho petimetre junto a una joven muchacha de voluptuosas curvas,
la cual hacia escasos esfuerzos por cubrir su cuerpo desnudo.
-¡El enemigo
está a las puertas de la villa, y os encuentro a vos aquí, languideciendo con
una vulgar fulana! ¿Qué clase de hombre de armas sois?- Increpó Manofirme al
mismo tiempo que su cara cambiaba de un rojo intenso a un cerúleo púrpura.
-¿Vulgar
fulana? No sabía que tuvierais tan bajo concepto de la hija de vuestro
mayordomo. Déjanos querida, pero no te vayas muy lejos que aún no hemos
acabado.
La muchacha,
con rostro frustrado, tiró de una de las sábanas para cubrir su sugerente
cuerpo y arrastrando una mirada maliciosa, desapareció tras el burgomaestre.
Herr Gabriel la ignoró por completo, inmune al hechizo de sus curvas, decidido
a poner en su sitio al inmenso patán que tenía delante.
-El
consejo de la villa os ha pagado una inmensa suma en oro, joyas y mercancías a
cambio de vuestros servicios como hombres de armas para proteger Navaridas del
enemigo que nos acosa. Desde la acogida de vuestros soldados, vamos de
calamidad en calamidad, y vos al parecer sólo os preocupáis de mi bodega
personal y de yacer con meretrices.
-Mi
querido burgomaestre, calmaos, no os sienta nada bien tanta frustración.-Dijo
Paolus atusándose su ridículo bigote.
En ese
momento, la cara del Burgomaestre se contrajo en una mueca espasmódica, con los
ojos a punto de salirse de sus órbitas por la ira contenida. Soltando
espumarajos por la boca, como si de un jamelgo en celo se tratara, comenzó su
diatriba.
-¿Frustración
decís? Las peleas y las cuchilladas están a la orden del día en posadas y tabernas, pues
vuestros soldados no saben resolver sus asuntos salvo desenfundando acero. Los
ogros de la compañía han acabado con la despensa completa de tres posadas, ¡tres!
Y en la última de ellas, al no tener su hambre saciada decidieron comerse al
posadero. Vuestros cocineros, esos odiosos medianos, lanzaron ayer un inmenso
caldero de hierro usando un artilugio infernal, con tal buena fortuna que el
caldero impactó en la torre del santuario de Sigmar. La maldita torre se ha
venido abajo con su sacerdote dentro. Madame Lachance amenaza con demandarme
al gremio de mercaderes, pues por fortuna de vuestros espadachines, el prostíbulo
que regenta salió ardiendo hace dos noches. Por no hablar de la panda de enanos
borrachos que merodean por doquier acosando a damas y doncellas. Los malditos
enanos han vaciado las reservas de nuestro mejor Bordeleaux. ¡Por el amor de
Sigmar, ese vino estaba destinado a la mismísima bodega de su majestad imperial
Karl Franz! ¿Queréis que siga maese Paolus?...
-Son
hombres de armas, herr Gabriel. Esta inactividad, como os diría, les hastía… y…
digamos que saca a relucir sus peores…defectos… Colgaremos a uno o dos de ellos
y todo arreglado, no os preocupéis en demasía.
La última
respuesta de Paolus fue suficiente para que el burgomaestre pasara de las
palabras a la acción. De dos rápidas zancadas se plantó ante el pagador de la
compañía. Con su guantelete izquierdo le agarró por el cuello, mientras que con
una afilada daga amenazaba uno de sus ojos.
-Escuchadme
bien mequetrefe. Voy a descontar del pago acordado todos los daños causados por
vuestros asquerosos mercenarios. Quiero a todos los hombres de vuestra compañía
formados por secciones y armados hasta los dientes en menos de una hora. Se
acabaron la comida, el vino y las faldas hasta que el enemigo se vuelva con el
rabo entre las piernas…- Una repentina presión en su ingle y el “click” del
percutor de una pistola de pólvora interrumpieron el discurso de Gabriel.
-¿Decíais
herr Gabriel? –Súbitamente, el tono de Paolus había cambiado. Su voz altiva y zalamera
había sido sustituida ahora por un tono bajo y amenazador. La mirada que
reflejaba ahora el pagador guardaba una promesa de muerte lista para cumplirse.
-Dejadme
que os lo explique yo a vos. Eso, o jugamos a ver que es más rápido si vuestra
daga en mi ojo o mi pistola en vuestras partes nobles. La compañía de
mercenarios a la que represento cumplirá con lo acordado, y vos también. Sin
embargo, vuestro atrevimiento tiene un precio. Nuestros honorarios acaban de
ascender a mil piezas de oro más. O seremos nosotros mismos los que arrasemos
esta infecta villa, donde el vino está agriado y las putas saben a rancio. ¿Me
he explicado con suficiente claridad, burgomaestre?
-¿Esta es
la clase hombre que sois? ¿Esta es la fama de vuestra compañía? ¿Esta vuestra
lealtad? Sois un perro sarnoso y traicionero. No os merecéis más que mi más
absoluto desprecio.
-Como adorno vuestro desprecio está bien, pero no os olvidéis del oro. Nosotros no tenemos más lealtad que el oro que paguéis. Largaos de aquí y decidle a vuestro chef que me suba el desayuno con una de sus camareras…

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