¡Buenos días! Ya sabéis que hay una parte de la comunidad que disfruta bastante acompañando sus listas de torneo con relatos de trasfondo, y hoy tenemos la suerte de poder publicar el relato (este es extenso) con el que el Barón de Pretto quiso justificar la coalición de ejército que Liderazgo 10 llevó al Corona de Estalia 2025. Ganaron el mejor trasfondo así que...¡hay que leerlo!
Un enano poco fiable, esclavizador y, ¡mucho
peor!, propietario de algún tipo de magia prohibida para someter la voluntad de
un monstruo del Caos como era Magmuerte. Un rey no muerto de la antigua
Nehekhara marioneta de uno de sus sacerdotes. Un mercader cuya respuesta a una
propuesta de traición sería sacar inmediatamente el ábaco. Un iracundo paladín
de dudosa procedencia e intenciones. Y el padre Ébola, del cual no podía
esperarse nada bueno. ¿Enmendar los agravios del Dammaz Kron justificaba
asociarse con aquella caterva? ¿Poner en riesgo su reputación y aun su alma?
¿Tal era el precio de enderezar lo torcido?
Recesvinto Barbaférrea, segundo rey errante
de los enanos, no tenía corona. Tampoco Karak. Solo poseía su yunque rúnico y
la fuerza y la lealtad de sus hermanos. Durante casi un siglo no había
necesitado nada más para purgar cientos de túneles y salones del laberinto
subterráneo de Ungdrin Ankor de toda clase de intrusos que lo parasitaban desde
el hundimiento del Karaz Ankor, el Imperio Enano. Las batallas en la oscuridad
del mundo habían sido recias. En ocasiones se había visto superado en número en
proporciones absurdas, pero siempre había sabido guiar a los suyos a la
victoria al son de sus golpes de martillo sobre las runas de los ancestros. Sin
embargo, por primera vez necesitaba ayuda.
—Al fondo del pasillo, tras las puertas de
obsidiana, aguarda el Salón de Magma, y en él, nuestros futuros aliados,
querido primo —explicó Babilocodonosor Tauromagno señor de la torre de
Cuelgamuertos, en el valle homónimo de las montañas Irranas. Oíase tremenda
algazara tras los muros, y no precisamente cordial.
Recesvinto no dijo nada, pero frunció el ceño
y se mesó su barba castaña. Como señor de los enanos, aquel Babilocodonosor era
demasiado poco ortodoxo. No le gustaba. No era solo su acento de serpiente al
pronunciar el khazalid; ni sus vestimentas exóticas, incluyendo aquel
extravagante y recargado sombrero, ni el perfume empalagoso que exudaba al modo
de los elfos. Tampoco aquellos colmillos ferales que sobresalían de su
mandíbula inferior. No. Lo que le hacía recelar era la malicia que bullía en su
mirada.
Era cierto que él no había estado demasiado
en contacto con la jerarquía de su raza. La única vez que vio de cerca al rey
Thorgrim, custodio de agravios, fue el día que bendijo su partida de
Karaz-a-Karak. De eso hacía ya cerca de cien años:
—Cualquier goblin, hombre rata o criatura que
halléis en el Ungdrin Ankor —les dijo entonces— ha perpetrado agravio contra la
raza de los Dawi, esté o no anotado en el Dammaz Kron. Aniquilándolos prestáis
gran servicio a vuestros hermanos.
En aquel momento él era el herrero rúnico
auxiliar de su tío, el señor de las runas Alarico Manosdeplata, comandante en
jefe de la expedición. Sin embargo, este fue brutalmente herido por una rata
ogro furibunda en un lance contra los acólitos de la Rata Cornuda. Esta circunstancia
aceleró la transferencia de conocimiento que se había iniciado —no sin cierta
resistencia de su huraño maestro— al salir del Pico eterno. En el último
estertor, le nombró ante tres testigos como heredero del cargo, de la posición
de mando, del sobrenombre de «rey errante», y de la más preciada reliquia que
poseía: el yunque rúnico.
Tras miles de millas de marcha subterránea,
innumerables batallas y más de cien años sin vislumbrar la luz del sol, la
partida de guerra se abrió paso a una sección del Ungdrin Ankor tan distante de
las Montañas del Fin del Mundo que no aparecía recogida siquiera en los más
arcaicos mapas. Sus espeleocartógrafos anotaron cada recodo nuevo que dejaron
atrás hasta que, alabado sea Grimnir, toparon con una salida y emergieron en
una tierra ignota. Sus moradores, principalmente humanos, eran gente
dicharachera, acogedora y jovial, aunque bastante pendenciera. Tan belicoso era
su ánimo que acostumbraban a mostrar su gallardía —o inconsciencia— batiéndose
en solitario contra toros furiosos en recintos amurallados. Con el fin de
reponer fuerzas para sus baladronadas, almorzaban una suerte de láminas crudas
de muslo de cerdo tras salarlas durante semanas, arroces en los que
incorporaban las más extrañas combinaciones culinarias y, lo peor, bebían la
cerveza fría.
—Glacial, forastero —le había corregido el
tabernero de cierto pueblo en el que habían ido a parar—. Aquí, en Estalia, la
cerveza se bebe glacial. Acuden a nuestra tierra por el Corona, me figuro.
El Corona de Estalia resultó ser un encuentro
de los más grandes generales del lugar. Tamaña condensación de poderío militar
representaba una oportunidad áurea: borrar en una sola jornada varios agravios
del Dammaz Kron. En efecto, entre sus participantes no escaseaban quienes habían
afrentado a los Dawi. Si los labios del rey Thorgrim no hubieran perdido tiempo
ha la capacidad de desfruncirse, esbozarían al menos el espejismo de una
sonrisa ante la proeza de ver deshechos varios de ellos de una vez.
No obstante, topó con un obstáculo imposible
de prever:
—Lamentamos comunicar a vuecencia que la
participación en el Corona de Estalia se restringe a las alianzas que posean
una invitación. —Recesvinto estuvo tentado en aporrear la cabeza del
gentilhombre que le vedaba el acceso a aquella gran ocasión de cumplir con su
deber, pero eran demasiado numerosas las huestes que acampaban ya en aquellos
contornos a la espera de la inauguración del evento, y por primera vez su
ejército no podría vencer en solitario. Antes de ser despachado recibió un
consejo que habría de otorgarle un rayo de esperanza—: Mas si tiene vuestra
merced genuino interés en exhibir sus dotes de general, no sería desacertado
que contactase con otro taponci… quiero decir, otro enano, Babilocodonosor
Tauromagno, quien trata de forjar una alianza por su cuenta en las montañas
Irranas.
Iracundo a causa del rechazo pero no por ello
menos resoluto, Recesvinto ordenó poner de inmediato rumbo hacia aquel Karak.
La expedición, compuesta principalmente por regimientos de rompehierros,
mineros, un cañón órgano y algún que otro matador que se había alistado con la
esperanza aun no cumplida de hallar la muerte en las profundidades, recorrió
los caminos de Estalia bajo un sol abrasador, dejando atrás las muchas estatuas
negras de toros que los custodiaban. Al llegar a su destino comprobaron con
cierto desagrado que el lugar en el que habitaban aquellos parientes lejanos no
podía llamarse en ningún caso Karak. Tratábase en su lugar de una fortificación
central, a modo de torre escalonada y piramidal, enclavada no debajo sino en
mitad de un valle montañés. La estructura tenía a su alrededor cuarteles,
forjas, viviendas y un conjunto de factorías que anochecían los cielos con sus
humos.
—Por el muñón de Grungni y los orbes de
Valaya —juró uno de los señores del clan que viajaban junto a él. La mención de
los Dioses Ancestros le hizo percatarse de que su devoción en aquel lugar
parecía escasa o incluso inexistente. Pero más desconcertante que eso sería la
observación posterior—. Si no fuese imposible, diría que he visto a través de
la humareda unos pielesverdes picando roca.
La primera audiencia con Babilocodonosor ni
aquietó sus suspicacias ni le preparó para lo que habría de presenciar en su
segunda visita, ya en el Salón de Magma de Torre Cuelgamuertos. Sus puertas,
aun cerradas para él, no acallaban la gran discusión que se había desatado en
su interior. Sin embargo, el silencio se impuso en cuanto se abrieron para
dejarle paso. Su impresión inicial no fue desagradable: una estancia grande, cuadrangular,
tallada en piedra con un arte que solo los hijos de Grungni podían emular, y
que quedaba rodeada, para su asombro, por una piscina de lava. El techo estaba
abierto al cielo, a modo de pozo de luz, y filtraba al interior los rayos de un
sol apantallado permanentemente por el mar de humo. Bajo su trémulo haz había
una gran mesa de mármol y en derredor de
esta…
—Un cadáver —identificó en primer lugar, y
llevó las manos a su martillo. A juzgar por todo el oro que llevaba encima, era
el de un rey. En sus cuencas parecía
abrigar cierta inteligencia, aunque no demasiada, pero la mandíbula desencajada
no sugería lo mismo.
—Bajad vuestra arma, primo —medió
Babilocodonosor hablando no en khazalid, sino en reikspiel, lengua franca, en
el Viejo Mundo. Aunque él no era muy ducho en este idioma, su anfitrión se
preocupó por hablar despacio y pronunciar con claridad, asegurándose de que
comprendiera sus palabras—. Frente a vos tenéis a Zetsonq, rey funerario de la
tercera dinastía de Sussabtib, en la lejana Nehekhara, e hijo del gran Khutef,
rey escorpión. Tras él, de pie, se encuentra su hermano mayor, el sumo
sacerdote Djedneferra. Entre ambos comandan una legión de guerreros esqueleto a
pie y montados, carros ligeros y poderosos constructos.
Amparado por las sombras engendradas por un
sol opacado y por el tenue resplandor de la lava, una encorvadísima figura se
inclinó unas pulgadas más a modo de saludo. Por su parte, el rey Zetsonq ni
hizo amago de saludar. No parecía albergar vida en su cuerpo reseco. De hecho,
un moscardón pasó zumbando sobre él y fue a posarse sin miedo en uno de los
pocos molares que preservaba su dentadura.
Aquel ejemplar de insecto se había escapado
del enjambre que revoloteaba sobre el asiento situado a la diestra del rey
Zetsonq. Sentaba sobre él sus posaderas una figura también encorvada,
encapuchada y embozada con un manto raído y sucio. Verlo era un dolor para los ojos.
Aunque debía de tener estatura humana, aquellos harapos debían ocultar otro
cadáver, pero este en avanzado estado de descomposición. Nadie más que el rey
muerto osaba situarse cerca de aquella putrescencia encarnada.
—Ahora posáis la mirada sobre el padre Ébola
Diarreasulfúrica, superior de la Hermandad Apestufante.
Como para dar muestras de una vitalidad que
no conocía el anterior invitado, el padre Ébola alzó un brazo. A su señal, otra
figura ataviada de idéntica y fétida manera hizo humear frente a él una suerte
de incensario. Unos vapores verdosos lo envolvieron, y de entre aquella neblina
escuchose, tras horrísona tos, unos chillidos en reikspiel:
—Gracias, hermano Varicelo, y gracias,
señor Babilocodonosor, por la
introducción-presentación. ¿Es vuestro acompañante la cosa-enana que tantos
quebraderos de cabeza ha causado a mis vasallos y a quien queréis incorporar a
nuestro pacto-alianza?
—Así es, padre. He aquí Recesvinto
Barbaférrea, pupilo de Alarico Manosdeplata, segundo rey errante y azote
del inframundo. Primo mío, tened la gentileza de tomar asiento —Tenso y algo
asqueado, pero movido por la intriga, obedeció a su anfitrión, quien prosiguió
con su parlamento—. A la derecha de Ébola, aunque a muchas sillas de distancia,
hallaréis a don Amancio Florentino Botín Fitz-James Stuart, príncipe mercader
estaliano de gran renombre en estas tierras.
—De gran renombre en esta y muchas tierras, y
por tanto, caro —repuso el interpelado, también en reikspiel pero con un fuerte
acento. Tratábase de un humano acorazado y propietario de un buen mostacho
color ala de cuervo—. Pero nada que no pueda costear su alteza, el rey errante,
si empeña ese yunque ancestral que dicen que posee…
Iba a responder en muy malos tonos, pero
Babilocodonosor se anticipó:
—Creedme, don Amancio: el yunque nos vendrá
mejor en el campo de batalla que en la tienda de empeños. Por último…
—No necesito que me presente nadie,
Babaconsolador, o como quiera que os llaméis. Yo soy Elput Ojorge, paladín
legendario del Ca…
—Del lejano Catai, ¿no habíamos quedado en
eso, Elput? —interrumpió con agitación Babilocodonosor a su huésped, un hombre
de dimensiones formidables y, según podía adivinarse por su rostro, poca
paciencia y muchos medios para abreviar una conversación que no le interesase.
Casi con resignación, pero en tono
amenazante, este concedió:
—Sí, del lejano Catai, que tal vez un día se
encuentre no tan lejano de vosotros.
—Caballeros —retomó el anfitrión de tan
demencial convite—, los vivos y los muertos, los perfumados y los pestilentes,
los enormes y los bajos… Solo una circunstancia nos une a todos, además de
nuestro renombre militar. Esa circunstancia está anotada aquí, en el libro de
los agravios de Torre Cuelgamuertos, con tinta mezclada con mi propia sangre:
hemos sido despreciados por el Corona de Estalia. Separados, hemos sido
humillados. Unámonos bajo un mismo estandarte y deshagamos este agravio
consiguiendo la victoria.
Por primera vez, Babilocodonosor sonó como un
enano fiel a las antiguas costumbres. Vengar afrentas, ¿qué podía ser más
propio de los Dawi? Aunque no terminaba de verlo claro, Recesvinto sintiose
movido a secundar el llamamiento. Sin embargo, parecía ser el único. El
príncipe mercader don Amancio jugueteaba con un ábaco como si la cosa no fuese
con él. El padre Ébola comenzó a toser con estertores agónicos hasta que,
cuando parecía al borde de expirar, logró expulsar una nutritiva flema, que
salió propulsada hacia la mesa desde la oscuridad de su capucha. Después sorbió
ruidosamente un gran volumen de mucosidad y quedó en silencio. El rey Zetsonq
permaneció con la boca abierta y la mirada perdida. La mosca que exploraba sus
cavidades paseaba ahora con calma sobre sus globos oculares resecos sin que su
propietario protestara. Por su parte, el paladín catayano parecía dubitativo.
Finalmente, fue quien se animó a intervenir:
—Mis caballeros elegidos y yo solo
participaremos si se nos garantiza que podremos luchar contra nuestro antiguo
señor, de quien hemos jurado vengarnos ante los cuatro dioses.
Recesvinto frunció el ceño. Desertores
confesos. La peor calaña de aliados. Para su sorpresa y desagrado, no todo el
mundo compartía sus visión:
—¡Oh, excelente, una traición! —exclamó con
emoción el padre Ébola después de que su subalterno lo hubiera ahumado con el
incensario. Sus pulmones silbaban como monstruosas flautas de carne acompañando
su risa—. Nosotros no vemos problema-inconveniente en dejar que el señor Elput
arregle sus asuntos con su antiguo líder.
—Ni yo tampoco —acordó Babilocodonosor.
Después, se dirigió a don Amancio—. Y vos, ¿podemos contar con vuestros
piqueros, caballería pesada y ogros? Y, por supuesto, con vuestro… dragón.
La mención de la mítica bestia causó gran
impresión a un lado y otro de la mesa. No obstante, el príncipe mercader no
pareció inmutarse, y continuó deslizando esferas en su ábaco. Al cabo,
respondió:
—He reajustado la tarifa para incluir la
contratación del jinete de dragón. No obstante, si ya hubo protestas con el
precio anterior, no creo que la sala esté muy inclinada a aceptar el nuevo
presupuesto.
Hubo varios murmullos inquietos. Le tocó de
nuevo al anfitrión de la reunión alzar la voz para poner orden:
—Don Amancio, ¿no podríais ajustaros un poco?
A fin de cuentas, también a vuestra merced se le ha vedado el acceso al torneo.
—Lo lamento, señor Tauromagno, pero restañar
el honor no es un acto que genere beneficios, antes bien, suele ser muy
costoso. Por ese motivo hace años que desdeño de honras y honores. Y sí, soy
sabedor de que esto me merma a ojos de mis compatriotas, los estalianos, que
tienen en superlativa estima todos estos asuntos.
—Reconsideradlo —insistió Babilocodonosor—.
El honor no reporta beneficios directos, pero a buen seguro que os generará
nuevas y lucrativas oportunidades de negocio.
—Ya está reconsiderado desde todos los
ángulos, y me temo que soy firme en esto. Sin dinero, no hay ejército. Todos
vosotros sois conscientes de lo gravoso que es movilizar un contingente
militar. También tengo que velar por mis hombres, son muchas bocas que
alimentar… y muchos bolsillos que llenar.
El paladín Elput Ojorge se levantó, airado:
—Como os dije antes, si el problema es ese,
mis guerreros, mis manadas de bestias y yo y mis caballeros os ayudaremos.
¡Cuando acabemos con vuestros alfeñiques en batalla solo tendréis que ocuparos
de pagar vuestros gastos, pues no quedará hombre en pie!
El padre Ébola comenzó a carcajear, e hizo
seña a su acólito de que lo incensara antes de tomar palabra:
—¡Mata-mata! Apruebo el objetivo, pero pienso
que sería más efectivo regalarles una de las viruelas de mi caldero. Tengo
reunidos los ingredientes perfectos para diluviarles sífilis y sarampiones.
Quedarán diezmados antes siquiera de que vuestros caballeros elegidos logren
completar su primera carga.
Al paladín no le agradaron las palabras del
religioso:
—¿Creéis que me impresionan vuestras
triquiñuelas, rata? Vuestra magia solo es un pálido reflejo de la del Señor de
las Moscas. Mientras que los de vuestra calaña solo conocéis la putrefacción, el
Abuelo busca hacer florecer vida de los detritos, para volverlos a consumir en
un ciclo sin fin.
—¡Elput! ¡Está prohibido hablar de religión
en el Salón de Magma!
—¡Blasfemia-sacrilegio! —chilló el padre
Ébola, alterado. El portador del incensario se hizo eco del enfado de su señor
agitando su herramienta y envolviéndolo en fétidos vapores hasta que solo
alcanzó a verse su sombra.
El paladín no dio señales de arrepentimiento
y gritó, entre toses:
—¡Os voy a hacer tragar el maldito
botafumeiro!
—¡Eso me gustaría verlo! —retó Ébola entre
toses.
—¡Silencio, por favor! —trató de apaciguarlos
Babilocodonosor, en vano—. ¡Elput, sentaos de nuevo!
Pero Elput no era hombre de los que desoyen
las provocaciones. Desenvainó una espada y se encaminó hacia el encapuchado con
decisión. Este, en cambio, no se movió de su asiento, sino que se limitó a
gesticular con el cuello:
—Hermano Varicelo, ahumad a este
perdonavidas.
Al momento, el acólito obedeció, y una
fumarada de pestilencia cubrió a Elput y gran parte del salón. Más por instinto
que por decisión, Recesvinto se levantó y se apartó del lugar, y lo mismo
hicieron don Amancio y Babilocodonosor, este último sin dejar de llamar al
orden:
—¡Deteneos o habré de tomar medidas!
El único que no buscó cobijo, aparte de los contendientes,
fue el rey Zetsonq, que fue devorado por el gas corruptor mientras permanecía
tan inmóvil y boquiabierto como estaba desde el inicio de la reunión. Su
hermano, el sumo sacerdote Djedneferra, lo abandonó sin miramientos.
Recesvinto aguzó la vista. Pese a ello, no
pudo encontrar la silueta de Elput en la neblina. Se oyeron toses, un grito, el
entrechocar de armas y numerosos chillidos. Luego, el ruido metálico de unas
cadenas.
—¡Condenada alimaña! —alzó su voz el paladín.
Más tarde, solo se escucharon las cadenas y
las toses, estas últimas cada vez más numerosas, cada vez más ahogadas y más
enfermas, hasta que finalmente Elput emergió de la humareda rodando por los
suelos de basalto negro. Había perdido su espada. Incapaz de ponerse en pie, quedó
de rodillas, convulsionando y expectorando sangre parduzca mezclada con flema.
De pronto, se oyó la risa infecta del padre Ébola, potente, aguda y
entrecortada por la sibilancia de sus malogrados pulmones. El incienso comenzó
a disiparse hasta revelar su figura. Una zarpa peluda asomaba de las mangas de
su túnica. Ceñía en ella el extremo de una cadena. El otro estaba unido a un
collar en el cuello de su lacayo. Este chillaba con frenesí y trataba de
abalanzarse sobre su rival, pero por más que lo intentaba no lograba zafarse de
su yugo. Con cada sacudida, su capucha dejaba entrever unos incisivos feroces
y, desde luego, nada humanos, que echaban espumarajos rabiosos hacia su presa.
Recesvinto se estremeció.
—Agradeced-agradeced que tratáis con el padre
Ébola Diarreasulfúrica y no con cualquier otro de sus hermanos. El bueno de
Varicelo, sin ir más lejos, es incapaz de dominar su furia asesina, y se habría
arrojado a despedazaros a vos, ¡e inclusive a vuestro dragón, don Amancio! Solo
así olvida por un instante el peso de sus regalos-enfermedades.
—¡Estirpe subhumana! —gritó Elput, logrando a
duras penas erguirse. Luego, desenvainó un cuchillo—. ¡Os rebanaré el pescuezo!
—¡Ya basta! —rugió de pronto
Babilocodonosor—. ¡Magmuerte, a mí, vuestro amo os invoca!
Magmuerte emergió de la poza de lava. Era un
monstruo colosal, astado y de piel incandescente, engendrado, sin atisbo de
duda, del mismo Caos. De pronto abrió unas alas cuya envergadura era varias
veces el tamaño de su propio cuerpo, y al hacerlo arrojó fragmentos de lava y
roca ardiente en todas direcciones cual piroclastos de volcán. Su batir disipó
las últimas hebras del incienso enfermizo, su mugido hizo que Recesvinto y
todos los presentes tomasen armas, excepto el rey Zetsonq. Elput cambió el
objetivo de su puñal, el padre Ébola se tensó y pareció dejarse invadir por la
misma fiebre furiosa que su subordinado, listo para arrojarse contra la bestia.
Djedneferra se aproximó a su hermano y comenzó a susurrarle al oído algo
cadencioso, como una suerte de cántico.
—Mankara… —logró identificar en varias
ocasiones Recesvinto.
—Caballeros… por llamaros de alguna manera
—comenzó don Amancio con voz de anuncio. No dejaba de apuntar alternativamente
al monstruo ígneo y a Babilocodonosor con su alfanje, cuya hoja de acero negro
parecía susurrar siniestras maldiciones en derredor—. Esto no conduce a ningún
lado. Dejo que ajustéis cuentas entre vosotros. Si al final decidís contratar
mis servicios, acudid en pos de mí a mi galeón en el puerto de Magritta.
Recesvinto asintió de forma enérgica:
—En eso estamos de acuerdo, estaliano. Ya he
visto suficiente.
—¡Don Amancio, Recesvinto recapacitad!
—suplicó Babilocodonosor—. Recesvinto,
pensad en el agravio que nos han infligido. ¡Hemos de hacérselo pagar con
sangre, y juntos tenemos medios más que de sobra!
Su pariente le hizo dudar. Había despejado un
largo trecho del Ungdrin Ankor y redescubierto una nueva salida que debía de
llevar milenios sellada. Podía regresar a Karaz-a-Karak y sería recibido con
honores, además del prestigioso puesto de señor de las runas que su tío Alarico
le legó. Pero hacerlo habiendo tachado adicionalmente unas cuantas líneas del
Dammaz Kron con su propia sangre… ¿Podría haber gloria mayor?
—¡Basta ya de estupideces, de este salón no
se va nadie! —bramó una voz estentórea y autoritaria, y unos truenos subrayaron
cada una de sus palabras: el puño de Zetsonq aporreando la mesa de mármol hasta
agrietarla. El hasta entonces durmiente rey funerario se irguió vértebra a
vértebra y los miró a todos, ahora sí, con unos ojos atentos. Tras él, su
hermano sonreía con malicia. La intervención apaciguó los ánimos belicosos, e
incluso perdió fiereza y brillo la incandescencia del terrible Magmuerte. Todo
el mundo escuchaba las palabras del hasta entonces testigo mudo—. La alianza se
fraguará y combatiremos juntos en el Corona de Estalia. Recuperaremos tesoros
arcanos, ejecutaremos venganzas, desharemos agravios ancestrales, haremos
rebosar nuestras arcas y cumpliremos cualquier clase de abyecto fin que esté
tramando mi maloliente compañero de silla.
Las pupilas del padre Ébola, contraídas por
la furia, se dilataron al escuchar las palabras de Zetsonq, aunque no así las
de su adlátere, que todavía gruñía enloquecido. Llevose el superior sus
inhumanas zarpas al interior de su capucha y comenzó a juguetear con algo.
Recesvinto rezó porque no fuesen bigotes:
—Sí-sí, abyectos fines, en verdad. Excelente.
—Todavía hay un problema —objetó don Amancio,
ya a medio camino de las puertas de obsidiana—. Como ya os he dicho, mis
hombres y yo siempre cobramos por adelantado.
Magmuerte soltó un bufido, molesto. Por su
parte Zetsonq quedose meditabundo, y también su hermano Djedneferra tras él. De
pronto, este último habló, y hacerlo y comenzar a moverse los labios del rey
funerario fue una sola cosa:
—¿De eso se trata, pues? ¿Un problema
fiduciario? Comprendo. —De súbito, Zetsonq arrojó un bolsón de cuero a los pies
de don Amancio. Al caer, sus contenidos produjeron un tintineo inconfundible,
pero para los menos perspicaces también se abrió y dejó entrever un resplandor
áureo.
—Oro de Nehekhara… —musitó el mercenario, con
asombro y codicia en la mirada—. ¿Cuántas de estas podréis proporcionarme?
—¿Cuántas victorias podréis proporcionarnos
vos a nosotros con vuestras mesnadas?
—Cuantas sean precisas.
Zetsonq y Djedneferra asintieron y
respondieron:
—De igual modo os contesto.
Hubo un instante de silencio en el que los
seis generales y sus lacayos intercambiaron miradas, con excepción del hermano
Varicelo, que trataba en vano de desasirse de la cadena con que lo retenía su
superior y buscaba librarse de ella para descuartizar a Elput Ojorge.
Finalmente, don Amancio se inclinó hacia la saca:
—Poderoso caballero es don dinero.
Babilocodonosor aplaudió:
—¡Magnífico! Con vuestra amable incorporación
ya tenemos alianza que presentar al Corona de Estalia. ¿Cuento con todas
vuestras mercedes?
Djedneferra y Zetsonq asintieron. El padre
Ébola también. Elput Ojorge miró a ambos lados:
—No se dejará de guerrear por mi culpa. —Hizo
una pausa y taladró con la mirada a Ébola—. Sin embargo, cuando esto termine,
habrá otras cuentas que ajustar.
—Y nuevas epidemias que propagar —repuso el
aludido.
—¡Naturalmente! —exclamó Babilocodonosor—.
Una vez nos hagamos con la victoria en el Corona de Estalia y repartamos el
botín y los esclavos, quedaremos libres de guerrear entre nosotros por los
despojos. Pero hasta entonces ni se os ocurra pensar siquiera en cometer
traición, pues os recuerdo que los enanos no conocemos en khazalid el término
«perdón». ¿Queda claro? ¿Ébola?
—Eh, sí-sí, nada de traidores-felones. No nos
gustan.
¡Esclavos! Recesvinto quedose pensativo. ¿A
qué clase de Dawi pertenecía Babilocodonosor?
Como si oyera sus pensamientos, este se
dirigió a él:
—Y bien, primo, ¿qué decís? ¿Combatirá el
ejército de Ungdrin Ankor en el Corona de Estalia o regresará al Pico Eterno
dejando los agravios sin saldar?
Un enano poco fiable, esclavizador y, ¡mucho
peor!, propietario de algún tipo de magia prohibida para someter la voluntad de
un monstruo del Caos como era Magmuerte. Un no muerto de la antigua Nehekhara
marioneta de uno de sus sacerdotes. Un mercader cuya respuesta a una propuesta
de traición sería sacar inmediatamente el ábaco. Un iracundo paladín de dudosa
procedencia e intenciones. Y el padre Ébola, del cual no podía esperarse nada
bueno. ¿Enmendar los agravios del Dammaz Kron justificaba asociarse con aquella
caterva? ¿Poner en riesgo su reputación y aun su alma? ¿Tal era el precio de
enderezar lo torcido? El resto de asistentes, e incluso la criatura de
Babilocodonosor, aguardaban su respuesta con expectación.
―En fin —concluyó, tras un largo silencio.
Después de mirar por el pozo de luz buscando en vano la guía de Grimnir, Valaya
y Grungni en un cielo que se escondía tras los humos de las factorías,
anunció—: Por lo menos no se atisban elfos aquí.
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