martes, 21 de octubre de 2025

[TRASFONDO] De agravios, plagas y tesoros

 ¡Buenos días! Ya sabéis que hay una parte de la comunidad que disfruta bastante acompañando sus listas de torneo con relatos de trasfondo, y hoy tenemos la suerte de poder publicar el relato (este es extenso) con el que el Barón de Pretto quiso justificar la coalición de ejército que Liderazgo 10 llevó al Corona de Estalia 2025. Ganaron el mejor trasfondo así que...¡hay que leerlo!



Un enano poco fiable, esclavizador y, ¡mucho peor!, propietario de algún tipo de magia prohibida para someter la voluntad de un monstruo del Caos como era Magmuerte. Un rey no muerto de la antigua Nehekhara marioneta de uno de sus sacerdotes. Un mercader cuya respuesta a una propuesta de traición sería sacar inmediatamente el ábaco. Un iracundo paladín de dudosa procedencia e intenciones. Y el padre Ébola, del cual no podía esperarse nada bueno. ¿Enmendar los agravios del Dammaz Kron justificaba asociarse con aquella caterva? ¿Poner en riesgo su reputación y aun su alma? ¿Tal era el precio de enderezar lo torcido?

Recesvinto Barbaférrea, segundo rey errante de los enanos, no tenía corona. Tampoco Karak. Solo poseía su yunque rúnico y la fuerza y la lealtad de sus hermanos. Durante casi un siglo no había necesitado nada más para purgar cientos de túneles y salones del laberinto subterráneo de Ungdrin Ankor de toda clase de intrusos que lo parasitaban desde el hundimiento del Karaz Ankor, el Imperio Enano. Las batallas en la oscuridad del mundo habían sido recias. En ocasiones se había visto superado en número en proporciones absurdas, pero siempre había sabido guiar a los suyos a la victoria al son de sus golpes de martillo sobre las runas de los ancestros. Sin embargo, por primera vez necesitaba ayuda.



—Al fondo del pasillo, tras las puertas de obsidiana, aguarda el Salón de Magma, y en él, nuestros futuros aliados, querido primo —explicó Babilocodonosor Tauromagno señor de la torre de Cuelgamuertos, en el valle homónimo de las montañas Irranas. Oíase tremenda algazara tras los muros, y no precisamente cordial.

Recesvinto no dijo nada, pero frunció el ceño y se mesó su barba castaña. Como señor de los enanos, aquel Babilocodonosor era demasiado poco ortodoxo. No le gustaba. No era solo su acento de serpiente al pronunciar el khazalid; ni sus vestimentas exóticas, incluyendo aquel extravagante y recargado sombrero, ni el perfume empalagoso que exudaba al modo de los elfos. Tampoco aquellos colmillos ferales que sobresalían de su mandíbula inferior. No. Lo que le hacía recelar era la malicia que bullía en su mirada.



Era cierto que él no había estado demasiado en contacto con la jerarquía de su raza. La única vez que vio de cerca al rey Thorgrim, custodio de agravios, fue el día que bendijo su partida de Karaz-a-Karak. De eso hacía ya cerca de cien años:

—Cualquier goblin, hombre rata o criatura que halléis en el Ungdrin Ankor —les dijo entonces— ha perpetrado agravio contra la raza de los Dawi, esté o no anotado en el Dammaz Kron. Aniquilándolos prestáis gran servicio a vuestros hermanos.

En aquel momento él era el herrero rúnico auxiliar de su tío, el señor de las runas Alarico Manosdeplata, comandante en jefe de la expedición. Sin embargo, este fue brutalmente herido por una rata ogro furibunda en un lance contra los acólitos de la Rata Cornuda. Esta circunstancia aceleró la transferencia de conocimiento que se había iniciado —no sin cierta resistencia de su huraño maestro— al salir del Pico eterno. En el último estertor, le nombró ante tres testigos como heredero del cargo, de la posición de mando, del sobrenombre de «rey errante», y de la más preciada reliquia que poseía: el yunque rúnico.

Tras miles de millas de marcha subterránea, innumerables batallas y más de cien años sin vislumbrar la luz del sol, la partida de guerra se abrió paso a una sección del Ungdrin Ankor tan distante de las Montañas del Fin del Mundo que no aparecía recogida siquiera en los más arcaicos mapas. Sus espeleocartógrafos anotaron cada recodo nuevo que dejaron atrás hasta que, alabado sea Grimnir, toparon con una salida y emergieron en una tierra ignota. Sus moradores, principalmente humanos, eran gente dicharachera, acogedora y jovial, aunque bastante pendenciera. Tan belicoso era su ánimo que acostumbraban a mostrar su gallardía —o inconsciencia— batiéndose en solitario contra toros furiosos en recintos amurallados. Con el fin de reponer fuerzas para sus baladronadas, almorzaban una suerte de láminas crudas de muslo de cerdo tras salarlas durante semanas, arroces en los que incorporaban las más extrañas combinaciones culinarias y, lo peor, bebían la cerveza fría.

—Glacial, forastero —le había corregido el tabernero de cierto pueblo en el que habían ido a parar—. Aquí, en Estalia, la cerveza se bebe glacial. Acuden a nuestra tierra por el Corona, me figuro.

El Corona de Estalia resultó ser un encuentro de los más grandes generales del lugar. Tamaña condensación de poderío militar representaba una oportunidad áurea: borrar en una sola jornada varios agravios del Dammaz Kron. En efecto, entre sus participantes no escaseaban quienes habían afrentado a los Dawi. Si los labios del rey Thorgrim no hubieran perdido tiempo ha la capacidad de desfruncirse, esbozarían al menos el espejismo de una sonrisa ante la proeza de ver deshechos varios de ellos de una vez.

No obstante, topó con un obstáculo imposible de prever:

—Lamentamos comunicar a vuecencia que la participación en el Corona de Estalia se restringe a las alianzas que posean una invitación. —Recesvinto estuvo tentado en aporrear la cabeza del gentilhombre que le vedaba el acceso a aquella gran ocasión de cumplir con su deber, pero eran demasiado numerosas las huestes que acampaban ya en aquellos contornos a la espera de la inauguración del evento, y por primera vez su ejército no podría vencer en solitario. Antes de ser despachado recibió un consejo que habría de otorgarle un rayo de esperanza—: Mas si tiene vuestra merced genuino interés en exhibir sus dotes de general, no sería desacertado que contactase con otro taponci… quiero decir, otro enano, Babilocodonosor Tauromagno, quien trata de forjar una alianza por su cuenta en las montañas Irranas.

Iracundo a causa del rechazo pero no por ello menos resoluto, Recesvinto ordenó poner de inmediato rumbo hacia aquel Karak. La expedición, compuesta principalmente por regimientos de rompehierros, mineros, un cañón órgano y algún que otro matador que se había alistado con la esperanza aun no cumplida de hallar la muerte en las profundidades, recorrió los caminos de Estalia bajo un sol abrasador, dejando atrás las muchas estatuas negras de toros que los custodiaban. Al llegar a su destino comprobaron con cierto desagrado que el lugar en el que habitaban aquellos parientes lejanos no podía llamarse en ningún caso Karak. Tratábase en su lugar de una fortificación central, a modo de torre escalonada y piramidal, enclavada no debajo sino en mitad de un valle montañés. La estructura tenía a su alrededor cuarteles, forjas, viviendas y un conjunto de factorías que anochecían los cielos con sus humos.

—Por el muñón de Grungni y los orbes de Valaya —juró uno de los señores del clan que viajaban junto a él. La mención de los Dioses Ancestros le hizo percatarse de que su devoción en aquel lugar parecía escasa o incluso inexistente. Pero más desconcertante que eso sería la observación posterior—. Si no fuese imposible, diría que he visto a través de la humareda unos pielesverdes picando roca.

La primera audiencia con Babilocodonosor ni aquietó sus suspicacias ni le preparó para lo que habría de presenciar en su segunda visita, ya en el Salón de Magma de Torre Cuelgamuertos. Sus puertas, aun cerradas para él, no acallaban la gran discusión que se había desatado en su interior. Sin embargo, el silencio se impuso en cuanto se abrieron para dejarle paso. Su impresión inicial no fue desagradable: una estancia grande, cuadrangular, tallada en piedra con un arte que solo los hijos de Grungni podían emular, y que quedaba rodeada, para su asombro, por una piscina de lava. El techo estaba abierto al cielo, a modo de pozo de luz, y filtraba al interior los rayos de un sol apantallado permanentemente por el mar de humo. Bajo su trémulo haz había una gran mesa de mármol  y en derredor de esta…

—Un cadáver —identificó en primer lugar, y llevó las manos a su martillo. A juzgar por todo el oro que llevaba encima, era el de un rey. En sus cuencas parecía abrigar cierta inteligencia, aunque no demasiada, pero la mandíbula desencajada no sugería lo mismo.

—Bajad vuestra arma, primo —medió Babilocodonosor hablando no en khazalid, sino en reikspiel, lengua franca, en el Viejo Mundo. Aunque él no era muy ducho en este idioma, su anfitrión se preocupó por hablar despacio y pronunciar con claridad, asegurándose de que comprendiera sus palabras—. Frente a vos tenéis a Zetsonq, rey funerario de la tercera dinastía de Sussabtib, en la lejana Nehekhara, e hijo del gran Khutef, rey escorpión. Tras él, de pie, se encuentra su hermano mayor, el sumo sacerdote Djedneferra. Entre ambos comandan una legión de guerreros esqueleto a pie y montados, carros ligeros y poderosos constructos.



Amparado por las sombras engendradas por un sol opacado y por el tenue resplandor de la lava, una encorvadísima figura se inclinó unas pulgadas más a modo de saludo. Por su parte, el rey Zetsonq ni hizo amago de saludar. No parecía albergar vida en su cuerpo reseco. De hecho, un moscardón pasó zumbando sobre él y fue a posarse sin miedo en uno de los pocos molares que preservaba su dentadura.

Aquel ejemplar de insecto se había escapado del enjambre que revoloteaba sobre el asiento situado a la diestra del rey Zetsonq. Sentaba sobre él sus posaderas una figura también encorvada, encapuchada y embozada con un manto raído y sucio. Verlo era un dolor para los ojos. Aunque debía de tener estatura humana, aquellos harapos debían ocultar otro cadáver, pero este en avanzado estado de descomposición. Nadie más que el rey muerto osaba situarse cerca de aquella putrescencia encarnada.

—Ahora posáis la mirada sobre el padre Ébola Diarreasulfúrica, superior de la Hermandad Apestufante.

Como para dar muestras de una vitalidad que no conocía el anterior invitado, el padre Ébola alzó un brazo. A su señal, otra figura ataviada de idéntica y fétida manera hizo humear frente a él una suerte de incensario. Unos vapores verdosos lo envolvieron, y de entre aquella neblina escuchose, tras horrísona tos, unos chillidos en reikspiel:



—Gracias, hermano Varicelo, y gracias, señor  Babilocodonosor, por la introducción-presentación. ¿Es vuestro acompañante la cosa-enana que tantos quebraderos de cabeza ha causado a mis vasallos y a quien queréis incorporar a nuestro pacto-alianza?

—Así es, padre. He aquí Recesvinto Barbaférrea, pupilo de  Alarico Manosdeplata, segundo rey errante y azote del inframundo. Primo mío, tened la gentileza de tomar asiento —Tenso y algo asqueado, pero movido por la intriga, obedeció a su anfitrión, quien prosiguió con su parlamento—. A la derecha de Ébola, aunque a muchas sillas de distancia, hallaréis a don Amancio Florentino Botín Fitz-James Stuart, príncipe mercader estaliano de gran renombre en estas tierras.

—De gran renombre en esta y muchas tierras, y por tanto, caro —repuso el interpelado, también en reikspiel pero con un fuerte acento. Tratábase de un humano acorazado y propietario de un buen mostacho color ala de cuervo—. Pero nada que no pueda costear su alteza, el rey errante, si empeña ese yunque ancestral que dicen que posee…



Iba a responder en muy malos tonos, pero Babilocodonosor se anticipó:

—Creedme, don Amancio: el yunque nos vendrá mejor en el campo de batalla que en la tienda de empeños. Por último…

—No necesito que me presente nadie, Babaconsolador, o como quiera que os llaméis. Yo soy Elput Ojorge, paladín legendario del Ca…

—Del lejano Catai, ¿no habíamos quedado en eso, Elput? —interrumpió con agitación Babilocodonosor a su huésped, un hombre de dimensiones formidables y, según podía adivinarse por su rostro, poca paciencia y muchos medios para abreviar una conversación que no le interesase.



Casi con resignación, pero en tono amenazante, este concedió:

—Sí, del lejano Catai, que tal vez un día se encuentre no tan lejano de vosotros.

—Caballeros —retomó el anfitrión de tan demencial convite—, los vivos y los muertos, los perfumados y los pestilentes, los enormes y los bajos… Solo una circunstancia nos une a todos, además de nuestro renombre militar. Esa circunstancia está anotada aquí, en el libro de los agravios de Torre Cuelgamuertos, con tinta mezclada con mi propia sangre: hemos sido despreciados por el Corona de Estalia. Separados, hemos sido humillados. Unámonos bajo un mismo estandarte y deshagamos este agravio consiguiendo la victoria.

Por primera vez, Babilocodonosor sonó como un enano fiel a las antiguas costumbres. Vengar afrentas, ¿qué podía ser más propio de los Dawi? Aunque no terminaba de verlo claro, Recesvinto sintiose movido a secundar el llamamiento. Sin embargo, parecía ser el único. El príncipe mercader don Amancio jugueteaba con un ábaco como si la cosa no fuese con él. El padre Ébola comenzó a toser con estertores agónicos hasta que, cuando parecía al borde de expirar, logró expulsar una nutritiva flema, que salió propulsada hacia la mesa desde la oscuridad de su capucha. Después sorbió ruidosamente un gran volumen de mucosidad y quedó en silencio. El rey Zetsonq permaneció con la boca abierta y la mirada perdida. La mosca que exploraba sus cavidades paseaba ahora con calma sobre sus globos oculares resecos sin que su propietario protestara. Por su parte, el paladín catayano parecía dubitativo. Finalmente, fue quien se animó a intervenir:

—Mis caballeros elegidos y yo solo participaremos si se nos garantiza que podremos luchar contra nuestro antiguo señor, de quien hemos jurado vengarnos ante los cuatro dioses.

Recesvinto frunció el ceño. Desertores confesos. La peor calaña de aliados. Para su sorpresa y desagrado, no todo el mundo compartía sus visión:

—¡Oh, excelente, una traición! —exclamó con emoción el padre Ébola después de que su subalterno lo hubiera ahumado con el incensario. Sus pulmones silbaban como monstruosas flautas de carne acompañando su risa—. Nosotros no vemos problema-inconveniente en dejar que el señor Elput arregle sus asuntos con su antiguo líder.

—Ni yo tampoco —acordó Babilocodonosor. Después, se dirigió a don Amancio—. Y vos, ¿podemos contar con vuestros piqueros, caballería pesada y ogros? Y, por supuesto, con vuestro… dragón.



La mención de la mítica bestia causó gran impresión a un lado y otro de la mesa. No obstante, el príncipe mercader no pareció inmutarse, y continuó deslizando esferas en su ábaco. Al cabo, respondió:

—He reajustado la tarifa para incluir la contratación del jinete de dragón. No obstante, si ya hubo protestas con el precio anterior, no creo que la sala esté muy inclinada a aceptar el nuevo presupuesto.

Hubo varios murmullos inquietos. Le tocó de nuevo al anfitrión de la reunión alzar la voz para poner orden:

—Don Amancio, ¿no podríais ajustaros un poco? A fin de cuentas, también a vuestra merced se le ha vedado el acceso al torneo.

—Lo lamento, señor Tauromagno, pero restañar el honor no es un acto que genere beneficios, antes bien, suele ser muy costoso. Por ese motivo hace años que desdeño de honras y honores. Y sí, soy sabedor de que esto me merma a ojos de mis compatriotas, los estalianos, que tienen en superlativa estima todos estos asuntos.

—Reconsideradlo —insistió Babilocodonosor—. El honor no reporta beneficios directos, pero a buen seguro que os generará nuevas y lucrativas oportunidades de negocio.

—Ya está reconsiderado desde todos los ángulos, y me temo que soy firme en esto. Sin dinero, no hay ejército. Todos vosotros sois conscientes de lo gravoso que es movilizar un contingente militar. También tengo que velar por mis hombres, son muchas bocas que alimentar… y muchos bolsillos que llenar.

El paladín Elput Ojorge se levantó, airado:

—Como os dije antes, si el problema es ese, mis guerreros, mis manadas de bestias y yo y mis caballeros os ayudaremos. ¡Cuando acabemos con vuestros alfeñiques en batalla solo tendréis que ocuparos de pagar vuestros gastos, pues no quedará hombre en pie!

El padre Ébola comenzó a carcajear, e hizo seña a su acólito de que lo incensara antes de tomar palabra:

—¡Mata-mata! Apruebo el objetivo, pero pienso que sería más efectivo regalarles una de las viruelas de mi caldero. Tengo reunidos los ingredientes perfectos para diluviarles sífilis y sarampiones. Quedarán diezmados antes siquiera de que vuestros caballeros elegidos logren completar su primera carga.

Al paladín no le agradaron las palabras del religioso:

—¿Creéis que me impresionan vuestras triquiñuelas, rata? Vuestra magia solo es un pálido reflejo de la del Señor de las Moscas. Mientras que los de vuestra calaña solo conocéis la putrefacción, el Abuelo busca hacer florecer vida de los detritos, para volverlos a consumir en un ciclo sin fin.

—¡Elput! ¡Está prohibido hablar de religión en el Salón de Magma!

—¡Blasfemia-sacrilegio! —chilló el padre Ébola, alterado. El portador del incensario se hizo eco del enfado de su señor agitando su herramienta y envolviéndolo en fétidos vapores hasta que solo alcanzó a verse su sombra.



El paladín no dio señales de arrepentimiento y gritó, entre toses:

—¡Os voy a hacer tragar el maldito botafumeiro!

—¡Eso me gustaría verlo! —retó Ébola entre toses.

—¡Silencio, por favor! —trató de apaciguarlos Babilocodonosor, en vano—. ¡Elput, sentaos de nuevo!

Pero Elput no era hombre de los que desoyen las provocaciones. Desenvainó una espada y se encaminó hacia el encapuchado con decisión. Este, en cambio, no se movió de su asiento, sino que se limitó a gesticular con el cuello:

—Hermano Varicelo, ahumad a este perdonavidas.

Al momento, el acólito obedeció, y una fumarada de pestilencia cubrió a Elput y gran parte del salón. Más por instinto que por decisión, Recesvinto se levantó y se apartó del lugar, y lo mismo hicieron don Amancio y Babilocodonosor, este último sin dejar de llamar al orden:

—¡Deteneos o habré de tomar medidas!

El único que no buscó cobijo, aparte de los contendientes, fue el rey Zetsonq, que fue devorado por el gas corruptor mientras permanecía tan inmóvil y boquiabierto como estaba desde el inicio de la reunión. Su hermano, el sumo sacerdote Djedneferra, lo abandonó sin miramientos.

Recesvinto aguzó la vista. Pese a ello, no pudo encontrar la silueta de Elput en la neblina. Se oyeron toses, un grito, el entrechocar de armas y numerosos chillidos. Luego, el ruido metálico de unas cadenas.

—¡Condenada alimaña! —alzó su voz el paladín.

Más tarde, solo se escucharon las cadenas y las toses, estas últimas cada vez más numerosas, cada vez más ahogadas y más enfermas, hasta que finalmente Elput emergió de la humareda rodando por los suelos de basalto negro. Había perdido su espada. Incapaz de ponerse en pie, quedó de rodillas, convulsionando y expectorando sangre parduzca mezclada con flema. De pronto, se oyó la risa infecta del padre Ébola, potente, aguda y entrecortada por la sibilancia de sus malogrados pulmones. El incienso comenzó a disiparse hasta revelar su figura. Una zarpa peluda asomaba de las mangas de su túnica. Ceñía en ella el extremo de una cadena. El otro estaba unido a un collar en el cuello de su lacayo. Este chillaba con frenesí y trataba de abalanzarse sobre su rival, pero por más que lo intentaba no lograba zafarse de su yugo. Con cada sacudida, su capucha dejaba entrever unos incisivos feroces y, desde luego, nada humanos, que echaban espumarajos rabiosos hacia su presa. Recesvinto se estremeció.

—Agradeced-agradeced que tratáis con el padre Ébola Diarreasulfúrica y no con cualquier otro de sus hermanos. El bueno de Varicelo, sin ir más lejos, es incapaz de dominar su furia asesina, y se habría arrojado a despedazaros a vos, ¡e inclusive a vuestro dragón, don Amancio! Solo así olvida por un instante el peso de sus regalos-enfermedades.

—¡Estirpe subhumana! —gritó Elput, logrando a duras penas erguirse. Luego, desenvainó un cuchillo—. ¡Os rebanaré el pescuezo!

—¡Ya basta! —rugió de pronto Babilocodonosor—. ¡Magmuerte, a mí, vuestro amo os invoca!

Magmuerte emergió de la poza de lava. Era un monstruo colosal, astado y de piel incandescente, engendrado, sin atisbo de duda, del mismo Caos. De pronto abrió unas alas cuya envergadura era varias veces el tamaño de su propio cuerpo, y al hacerlo arrojó fragmentos de lava y roca ardiente en todas direcciones cual piroclastos de volcán. Su batir disipó las últimas hebras del incienso enfermizo, su mugido hizo que Recesvinto y todos los presentes tomasen armas, excepto el rey Zetsonq. Elput cambió el objetivo de su puñal, el padre Ébola se tensó y pareció dejarse invadir por la misma fiebre furiosa que su subordinado, listo para arrojarse contra la bestia. Djedneferra se aproximó a su hermano y comenzó a susurrarle al oído algo cadencioso, como una suerte de cántico.

—Mankara… —logró identificar en varias ocasiones Recesvinto.

—Caballeros… por llamaros de alguna manera —comenzó don Amancio con voz de anuncio. No dejaba de apuntar alternativamente al monstruo ígneo y a Babilocodonosor con su alfanje, cuya hoja de acero negro parecía susurrar siniestras maldiciones en derredor—. Esto no conduce a ningún lado. Dejo que ajustéis cuentas entre vosotros. Si al final decidís contratar mis servicios, acudid en pos de mí a mi galeón en el puerto de Magritta.

Recesvinto asintió de forma enérgica:

—En eso estamos de acuerdo, estaliano. Ya he visto suficiente.

—¡Don Amancio, Recesvinto recapacitad! —suplicó  Babilocodonosor—. Recesvinto, pensad en el agravio que nos han infligido. ¡Hemos de hacérselo pagar con sangre, y juntos tenemos medios más que de sobra!

Su pariente le hizo dudar. Había despejado un largo trecho del Ungdrin Ankor y redescubierto una nueva salida que debía de llevar milenios sellada. Podía regresar a Karaz-a-Karak y sería recibido con honores, además del prestigioso puesto de señor de las runas que su tío Alarico le legó. Pero hacerlo habiendo tachado adicionalmente unas cuantas líneas del Dammaz Kron con su propia sangre… ¿Podría haber gloria mayor?

—¡Basta ya de estupideces, de este salón no se va nadie! —bramó una voz estentórea y autoritaria, y unos truenos subrayaron cada una de sus palabras: el puño de Zetsonq aporreando la mesa de mármol hasta agrietarla. El hasta entonces durmiente rey funerario se irguió vértebra a vértebra y los miró a todos, ahora sí, con unos ojos atentos. Tras él, su hermano sonreía con malicia. La intervención apaciguó los ánimos belicosos, e incluso perdió fiereza y brillo la incandescencia del terrible Magmuerte. Todo el mundo escuchaba las palabras del hasta entonces testigo mudo—. La alianza se fraguará y combatiremos juntos en el Corona de Estalia. Recuperaremos tesoros arcanos, ejecutaremos venganzas, desharemos agravios ancestrales, haremos rebosar nuestras arcas y cumpliremos cualquier clase de abyecto fin que esté tramando mi maloliente compañero de silla.



Las pupilas del padre Ébola, contraídas por la furia, se dilataron al escuchar las palabras de Zetsonq, aunque no así las de su adlátere, que todavía gruñía enloquecido. Llevose el superior sus inhumanas zarpas al interior de su capucha y comenzó a juguetear con algo. Recesvinto rezó porque no fuesen bigotes:

—Sí-sí, abyectos fines, en verdad. Excelente.

—Todavía hay un problema —objetó don Amancio, ya a medio camino de las puertas de obsidiana—. Como ya os he dicho, mis hombres y yo siempre cobramos por adelantado.

Magmuerte soltó un bufido, molesto. Por su parte Zetsonq quedose meditabundo, y también su hermano Djedneferra tras él. De pronto, este último habló, y hacerlo y comenzar a moverse los labios del rey funerario fue una sola cosa:

—¿De eso se trata, pues? ¿Un problema fiduciario? Comprendo. —De súbito, Zetsonq arrojó un bolsón de cuero a los pies de don Amancio. Al caer, sus contenidos produjeron un tintineo inconfundible, pero para los menos perspicaces también se abrió y dejó entrever un resplandor áureo.

—Oro de Nehekhara… —musitó el mercenario, con asombro y codicia en la mirada—. ¿Cuántas de estas podréis proporcionarme?

—¿Cuántas victorias podréis proporcionarnos vos a nosotros con vuestras mesnadas?

—Cuantas sean precisas.

Zetsonq y Djedneferra asintieron y respondieron:

—De igual modo os contesto.

Hubo un instante de silencio en el que los seis generales y sus lacayos intercambiaron miradas, con excepción del hermano Varicelo, que trataba en vano de desasirse de la cadena con que lo retenía su superior y buscaba librarse de ella para descuartizar a Elput Ojorge. Finalmente, don Amancio se inclinó hacia la saca:

—Poderoso caballero es don dinero.

Babilocodonosor aplaudió:

—¡Magnífico! Con vuestra amable incorporación ya tenemos alianza que presentar al Corona de Estalia. ¿Cuento con todas vuestras mercedes?

Djedneferra y Zetsonq asintieron. El padre Ébola también. Elput Ojorge miró a ambos lados:

—No se dejará de guerrear por mi culpa. —Hizo una pausa y taladró con la mirada a Ébola—. Sin embargo, cuando esto termine, habrá otras cuentas que ajustar.

—Y nuevas epidemias que propagar —repuso el aludido.

—¡Naturalmente! —exclamó Babilocodonosor—. Una vez nos hagamos con la victoria en el Corona de Estalia y repartamos el botín y los esclavos, quedaremos libres de guerrear entre nosotros por los despojos. Pero hasta entonces ni se os ocurra pensar siquiera en cometer traición, pues os recuerdo que los enanos no conocemos en khazalid el término «perdón». ¿Queda claro? ¿Ébola?

—Eh, sí-sí, nada de traidores-felones. No nos gustan.

¡Esclavos! Recesvinto quedose pensativo. ¿A qué clase de Dawi pertenecía Babilocodonosor?

Como si oyera sus pensamientos, este se dirigió a él:

—Y bien, primo, ¿qué decís? ¿Combatirá el ejército de Ungdrin Ankor en el Corona de Estalia o regresará al Pico Eterno dejando los agravios sin saldar?

Un enano poco fiable, esclavizador y, ¡mucho peor!, propietario de algún tipo de magia prohibida para someter la voluntad de un monstruo del Caos como era Magmuerte. Un no muerto de la antigua Nehekhara marioneta de uno de sus sacerdotes. Un mercader cuya respuesta a una propuesta de traición sería sacar inmediatamente el ábaco. Un iracundo paladín de dudosa procedencia e intenciones. Y el padre Ébola, del cual no podía esperarse nada bueno. ¿Enmendar los agravios del Dammaz Kron justificaba asociarse con aquella caterva? ¿Poner en riesgo su reputación y aun su alma? ¿Tal era el precio de enderezar lo torcido? El resto de asistentes, e incluso la criatura de Babilocodonosor, aguardaban su respuesta con expectación.

―En fin —concluyó, tras un largo silencio. Después de mirar por el pozo de luz buscando en vano la guía de Grimnir, Valaya y Grungni en un cielo que se escondía tras los humos de las factorías, anunció—: Por lo menos no se atisban elfos aquí.




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