La cosa ha estado una temporada parada, pero recientemente en el canal de Twitch de Pumu ha conseguido retomar los informes de batalla en directo, y hemos intentado dejarlo disponible lo antes posible para los fans de este formato. Si no me equivoco repetimos contendientes de otras ocasiones, con Xanathos y Javi, aunque esta vez cambian las facciones implicadas, con un clasicazo de pielesverdes contra sonrrosados, que siempre entra bien. Vamos con la noche de los Tambores Verdes, empezando por el trasfondo.
Rupert estaba emocionado. Hacía apenas dos meses que había cumplido 15
años y había comenzado el servicio militar en la milicia de Holzfäusen, una pequeña
ciudad en el sudoeste de Wissenland. Tras un periodo de prácticas de dos semanas en
el cuartel, se incorporó a la guardia de la ciudad, pero lo más emocionante con lo que
se encontró fue una pelea de borrachos en la taberna. Ávido de emociones, se
presentó voluntario para hacer el cambio de guardia en Schildhort, una fortaleza en el
bosque, al pie de las Montañas Grises, que protegía el camino a la antigua mina.
Durante siglos, Holzfäusen había obtenido grandes beneficios gracias a la
extracción y posterior venta del hierro de la mina pero, unos doscientos años atrás, el
clan orco de los Kabezaz Duraz atacó el campamento minero y mató a todos los
trabajadores. El entonces gobernante de la ciudad, el barón Bastian von Neumann,
lideró una fuerza para tratar de recuperar la mina, pero fracasó en su intento y murió
luchando en singular combate contra el caudillo orco. Para evitar que la amenaza pielverde se extendiera, el hijo del barón construyó Schildhort, una pequeña fortaleza que
cortaba el paso en el único camino que se internaba en las montañas. Desde entonces,
la guarnición había sufrido numerosos ataques, pero ningún orco puso jamás un pie
más allá de sus muros.
Al mando de las fuerzas de Schildhort se encontraba sir Jacob, uno de los
Caballeros del Jabalí Blanco, una orden militar de nobles fundada por los
descendientes del barón Bastian y cuyo objetivo era expulsar a los orcos de la mina.
Por desgracia, todas sus incursiones acabaron en fracaso, ya que los pielesverdes los
superaban ampliamente en número y conocían el terreno mucho mejor que ellos.
Cuando Rupert llegó, sir Jacob lo recibió en persona y alabó su valentía por haberse
unido a ellos en las tareas de vigilancia. Tras instalarse y conocer al resto de la
guarnición, el muchacho se le encomendó la guardia nocturna junto con algunos
veteranos.
Al llegar la noche, Rupert acudió raudo a su puesto. Iba armado con una
ballesta y se paseaba a lo largo de la muralla con la vista puesta al exterior, pendiente
del más mínimo movimiento. El resto de guardias la habían asegurado que, aunque
hubieran pasado más de 3 años desde el último ataque, a veces era posible distinguir
algún goblin espiando entre la sombras. Decidido a clavarle un virote entre los ojos a
cualquier pielverde que descubriera, Rupert no apartaba los ojos del exterior cuando,
de repente, algo lo sobresaltó. Empezó como un rumor que pronto creció hasta
convertirse en un gran retumbar de tambores sonando todos a la vez. El ruido
provenía de lejos pero, gracias al eco de las grandes paredes de roca, parecía venir de
todas direcciones a la vez. Asustado, empezó a apuntar con la ballesta a todos lados
hasta que una risa sonó tras él.
– ¡Ja, ja, ja, bien hecho, joven recluta! Veo que no te has dormido – dijo sir
Jacob, que paseaba despreocupado con las manos en la espalda – Es normal
que te hayas asustado, pero no debes preocuparte. Mira al cielo.
Rupert alzó la cabeza y vio a Morrslieb, la gran luna verde, brillando llena en
el cielo nocturno. El chico se quedó con la vista fija en ella, como hipnotizado. Su
intenso color verde resaltaba entre la oscuridad de la noche e incluso parecía emitir
pequeños destellos que seguían el ritmo de los tambores. ¿O eran los tambores los
que seguían la pauta marcada por esos destellos?
– No te la quedes mirando, dicen que esa luna vuelve loca a la gente. – volvió a
replicar sir Jacob con voz grave – Quizá sean supersticiones, o quizá no, no
tengo ni idea. Lo único que sé es que, cada vez que esa luna aparece llena en el
cielo, los tambores orcos empiezan a resonar. Nuestro sacerdote, el padre
Ernest, dice que los pielesverdes creen que sus dioses viven en esa luna y que
tratan de comunicarse de ellos a través de los tambores, pero vete tú a saber.
Intenta no hacer caso de los ruidos y sigue pendiente del exterior. Hasta ahora,
los orcos nunca nos han atacado al son de los tambores, pero con estas
criaturas, uno nunca puede estar seguro de nada.
Rupert asintió y volvió a su rutina de pasearse por la muralla, pero algo en su
interior había cambiado. Ya no tenía deseos de disparar a ningún orco o goblin, de
hecho, no quería ni tan siquiera ver a ninguno, prefería poner la mayor distancia
posible con ellos. Pero era un soldado de Holzfäusen y nunca abandonaría su puesto.
A varios kilómetros de allí, en una gran explanada salpicada de hogueras,
decenas de orcos se agrupaban en pequeños corros tocando rítmicamente unos
tambores. En el centro se encontraba un gran tótem, hecho con rocas, ramas muertas,
barro y excrementos. A sus pies, un grupo de chamanes efectuaba una danza saltando
y aullando alrededor del gran chamán, quien permanecía sentado en el suelo, con los
ojos cerrados y mascullando unas hierbas, en una especie de trance. De repente, el
gran chamán se levantó con violencia, agitando las plumas que decoraban la calavera
humana que llevaba en la cabeza, signo de su posición. Los tambores se silenciaron
de inmediato y el gran chamán alzó un dedo hacia la luna llena y comenzó a gritar:
– ¡Gorko y Morko noz miran! ¡Zu gran ojo ke todo lo ve eztá fijo en nozotroz!
¡Rezponded a zu llamada, Kabezaz Duraz! - los orcos gritaron y volvieron a
golpear sus tambores varios minutos hasta que, alzando su bastón nudoso con
las dos manos, el gran chamán continuó – ¡Oh, poderozo Morko, tan aztuto
como peleón, elige a tu kampeón!
Respondiendo a la llamada, un inmenso orco se puso en pie. Era el doble de
alto que un hombre y con sus musculosos brazos podía rodear con facilidad el tronco
de un árbol. Tenía la cabeza deformada por varias cicatrices y heridas antiguas mal
curadas. Se trataba de Grung Revientakráneoz, caudillo de la tribu desde hacía varios
años. Su liderazgo era indiscutible y sus opositores eran obsequiados con un primer
plano del puño de Grung dirigiéndose hacia ellos antes de quedar inconscientes y
perder algún diente. Con un gruñido sordo, el caudillo comenzó a andar hacia el
tótem mientras sus seguidores aullaban. Cuando estaba a medio camino, el gran
chamán volvió a bramar:
– ¡Oh, poderozo Gorko, tan peleón como aztuto! ¿Ve tu gran ojo algún retador
digno?
En el otro lado de la explanada, otro orco se puso en pie, provocando que todos
los demás comenzarán a murmurar. Se trataba de Garuk Zezozderroka y no le iba a la
zaga en tamaño a Grung. Garuk creía que su caudillo se había vuelto débil y por eso
no atacaba a los humanos, pero cuando se lo dijo, la única respuesta del caudillo fue
un portentoso puñetazo que le destrozó el colmillo derecho, dando por terminada la
discusión. Desde entonces, Garuk no había vuelto a decir una palabra en contra de su
líder, pero eso cambiaría esa noche.
Los dos orcos caminaron hasta el tótem y se quedaron frente a frente,
mirándose fijamente. Mientras, el gran chamán cogió un cuenco de piedra y escupió
los restos de las hojas masticadas que llevaba en la boca. Tras esto, se bajó el
taparrabos, dejó el cuenco en el suelo y orinó en él. El resto de orcos se levantaron en
silencio y se alejaron, formando un gran círculo alrededor de la escena. Tras dejar el
cuenco casi lleno, el gran chamán se subió el taparrabos y sacó una daga de su manto.
Era una daga antigua, hecha de una de las tibias del barón Bastian, cuyo cráneo
adornaba ahora su corona. Con un gesto, tendió la daga a los contendientes. Grung
fue el primero en cogerla y, con los ojos fijos en su rival, se hizo un gran corte en el
brazo izquierdo y dejó que su sangre fluyera hasta el cuenco. Sin inmutarse, le pasó la
daga a Garuk, quién repitió la operación antes de devolvérsela al gran chamán, quien
la volvió a guardar en su manto. A continuación, alzó el cuenco hacia la luna,
murmurando unas palabras, bebió un gran trago y roció con él a los dos orcos que
tenía ante sí.
– ¡Gorko y Morko oz han elegido, zoiz zuz kampeonez! – empezó a bramar –
Hoy, uno de vozotroz zerá proklamado kaudillo de loz Kabezaz Duraz y el otro
ze unirá al gran waaaaagh ezpiritual. Gorko y Morko oz miran, no lez
defraudéiz. ¡Ke komienze el kombate!
Sin esperar ni una décima de segundo, Grung y Garuk cogieron impulso y se
dieron un potente cabezazo, frente contra frente, tal y como dictaba la tradición de los
Kabezaz Duraz. Las heridas de Grung, reliquias de duelos anteriores, se abrieron de
nuevo, pero sonrió al ver que Garuk, menos acostumbrado, caminaba hacia atrás,
desequilibrado. Decidido a aprovechar su ventaja, Grung se lanzó contra él y
comenzó a lanzarle golpe tras golpe con sus inmersos puños. A su alrededor, los
tambores habían comenzado a sonar de nuevo y la muchedumbre de orcos gritaba
entusiasmada. Daba igual quien ganara siempre que la pelea fuera buena.
Garuk trataba de protegerse de los golpes, pero Grung era demasiado rápido.
Un puñetazo en el abdomen lo dejó sin respiración, doblándolo por la mitad, ocasión
que aprovechó su rival para darle un rodillazo en toda la cara. Sangrando como un
cerdo por la nariz y la boca, Garuk volvió a retroceder. Notaba la boca pastosa y, al
escupir, pudo ver los restos de su colmillo izquierdo entre una masa sanguinolenta.
Aquello le enfureció y se lanzó contra Grung, pero este lo esquivó con facilidad y le
dio una patada en las piernas, haciendo que diera de bruces contra el suelo. El
caudillo volvió a sonreír, aquel combate no duraría mucho más. Miró a su alrededor,
cogió la roca más grande que encontró y se acercó a Garuk dispuesto a demostrar por
qué lo llamaban Revientakráneos.
Garuk seguía tumbado boca abajo y sangrando sin parar. El ruido de los
tambores retumbaba en su cabeza. Pudo ver cómo se acercaba la sombra de Grung
sosteniendo la gran roca y, durante un segundo, pensó que todo estaba perdido. Pero
en ese instante, una idea apareció en su mente como de la nada. Alargó el brazo frente
a él, hasta una de las hogueras, cogió un puñado de ascuas, se giró con rapidez y se lo
lanzó a Grung a la cara. El caudillo comenzó a aullar de dolor y empezó a hacer
aspavientos para librarse de las ascuas que lo abrasaban. Dejó caer la roca, que le
cayó sobre el pie, rompiéndole varios dedos. Garuk no desaprovechó la ocasión y se
lanzó contra él, derribándolo. Los dos luchadores comenzaron a rodar por el suelo,
golpeándose el uno al otro sin parar. Finalmente, Garuk consiguió agarrar a Grung y,
poniéndose tras él, intentó asfixiarlo pasándole el brazo bajo el cuello, pero el viejo
caudillo trataba de liberarse dándole codazos. Garuk estaba a punto de soltarlo
cuando vio que a su lado estaba su colmillo roto y otra idea surgió en su mente.
Actuando con rapidez, tiró de la cabeza de Grung hacia atrás, dejando su cuello al
descubierto, y se lo rajó con la punta del colmillo. La sangre manaba a borbotones de
la garganta de Grung, que ya no pudo hacer nada más que tratar de contener la herida,
pero era imposible, y a los pocos segundos se desplomó muerto sobre un charco de
sangre. Garuk había ganado.
Los orcos comenzaron a gritar y aullar, golpeando sin parar los tambores. El
gran chamán se acercó y le ofreció a Garuk la espada ceremonial, que lo atestiguaba
como caudillo y líder de la tribu. El orco alzó la espada hacia el cielo y después la
bajó, apuntando en una dirección determinada: hacia Holzfäusen. Ya era hora de que
los Kabezaz Duraz volvieran a encontrarse con esos humanos.
Rupert llevaba ya diez días destinado en Schildhort y comenzaba a
acostumbrarse a la dura vida en la fortaleza. Aquello no tenía nada que ver con la
guardia de la ciudad. Seguía formando parte del turno de noche, pero no había habido
ningún problema y los tambores que tanto lo asustaron la primera noche no se habían
vuelto a escuchar. Aquella noche, mientras subía las escaleras, miró al cielo y vio a
Morrslieb en fase decreciente. Parecía que iba a ser otra noche tranquila. Pasó entre
sus compañeros, saludándolos con la cabeza y ocupó su puesto, con la ballesta en las
manos.
Todo transcurría con normalidad pero, tras una media hora, le pareció ver algo
a lo lejos. Había sido solo un instante, pero juraría que había visto algo brillante
seguido del movimiento de una sombra. Se quedó mirando hacia aquel punto varios
minutos y le pareció percibir otro ligero movimiento.
– ¡Eh, Zack! – dijo en voz baja a uno de sus compañeros – Mira hacia allá, me ha
parecido ver algo tras aquel peñasco.
Zack miró en esa dirección y, tras un par de minutos, contestó con voz
aburrida:
– Es un goblin, a veces alguno de esos pequeñajos se acerca a curiosear. – De
inmediato, Rupert apuntó con su ballesta, pero Zack lo detuvo – Ni lo intentes,
está demasiado lejos. Saben dónde colocarse para que no les disparemos.
Ignóralo, se irá dentro de un rato.
Rupert continuó en su puesto, pero toda su tranquilidad había desaparecido. La
presencia de aquel goblin le ponía nervioso, aunque ni Zack ni los otros parecían
darle la mayor importancia. Quizá estaba exagerando, lo mejor sería que se relajara
y... Pero algo detuvo sus pensamientos. Los tambores volvieron a sonar. “Es
imposible”, pensó Rupert, “hoy no hay luna lle...”. Pero cuando miró al cielo, allí
estaba Morrslieb, completamente llena, igual que diez días atrás.
Los tambores sonaban mucho más fuerte que la otra noche y parecían acercarse
con rapidez. Rupert miró a sus compañeros, todos estaban desconcertados y sin saber
qué hacer. De improviso, Zack se puso totalmente pálido y señaló hacia el exterior.
– ¡Por el mismo Sigmar, son los orcos! – gritó aterrado – ¡No están atacando!
Chico, toca la campa...
Pero no llegó a acabar la frase, pues una flecha surgió de la oscuridad y le
atravesó la garganta. Aquella debía de ser la señal, pues Rupert vio como una marea
de orcos y goblins surgían de entre las sombras y se lanzaban contra las murallas.
Mientras sus compañeros trataban de contenerlos a base de virotazos, Rupert corrió
hacia la torre para tocar la campana de alarma, pero era innecesario. El ruido de los
tambores era atronador y ya había despertado a toda la guarnición. Sir Jacob corría
por el patio, con la espada en la mano y dando órdenes a sus hombres.
En el exterior, los orcos habían alcanzado el pie de las murallas y habían
lanzado ganchos para trepar. Otro grupo se acercó a la puerta con el tronco de un
enorme árbol y empezaron a usarlo como ariete. El sonido de los golpes se
entremezclaba con el de los tambores, la puerta no resistiría mucho si seguían así, por
lo que sir Jacob ordenó que construyeran una barricada de cajas y barriles mientras el
resto de soldados subían a las almenas para impedir la invasión.
Por el rabillo del ojo, Rupert vio que algo se movía tras él. Al girarse, vio
horrorizado cómo una araña enorme aparecía por una de las ventanas de la torre. Sin
saber muy bien cómo, el joven levantó la ballesta y disparó. El virote se clavó en el
abdomen de la bestia, que de inmediato cayó hacia atrás, arrastrando al vacío al
goblin que llevaba encima. Rupert corrió a asomarse y al instante deseó no haberlo
hecho: otra veintena de esos jinetes de araña subían por la pared exterior de la torre,
en su dirección. Empezó a disparar a toda velocidad y consiguió acabar con varios,
pero eran demasiados y se acercaban con rapidez. Desesperado, corrió de vuelta a
las murallas, donde la lucha ya había comenzado. Sir Jacob estaba allí, luchando
como uno más, corriendo de un lado para otro tratando de frenar a los orcos, pero
estos parecían imparables. Cuando lo vio, se acercó a él y le dijo:
– ¡Muchacho, corre a las cuadras y coge mi caballo! No resistiremos mucho, esas
bestias luchan como diablos. Cabalga todo lo rápido que puedas a Holzfäusen
y da la voz de alarma. Avisa al barón, que movilice a sus tropas y a los Jabalíes
Blancos. Deben prepararse y acudir el puente, junto a la torre de vigía. Como
los orcos crucen el río, la ciudad estará perdida. Os daremos todo el tiempo que
podamos, pero corre, muchacho, corre, la ciudad depende de ti.
Sin perder un segundo, Rupert corrió hacia las cuadras. El caballo de sir Jacob,
un magnífico semental blanco, piafaba nervioso. Se acercó a él despacio, lo acarició
para tranquilizarlo y lo ensilló. Cuando puso el pie en el estribo para montar, entre el
clamor de tambores se oyó un gran crujido seguido de una algarabía de voces y gritos
guturales. Los orcos habían derribado la puerta y entraban como una riada por ella,
Schildhort estaba condenada. Impotente ante aquel horror, Rupert salió de las cuadras
y empezó a galopar de vuelta a la ciudad. Varios orcos le salieron al paso, tratando de
impedir que abandonara la fortaleza, pero el caballo está bien entrenado y siguió su
camino, arrollándolos. Se internó con rapidez en el bosque, siguiendo el camino,
cuando oyó unos pasos rápidos que lo seguían. Al mirar hacia atrás, vio a unos lobos
enormes montados por goblins corriendo tras él, intentando alcanzarlo. Mientras
entonaba una vieja plegaria a Sigmar, Rupert sacudió las riendas, intentando que el
caballo galopara lo más rápido posible, pero los lobos se mantenían tras él.
La persecución se alargó durante varios minutos de agonía hasta que, al fin, los
árboles clarearon y Rupert salió a campo abierto. Al fondo podía ver la gran torre de
vigía, junto al puente de piedra que cruzaba el río. Si conseguía llegar allí, estaría a
salvo, los guardias se ocuparían de los goblins y él podría continuar hasta la ciudad.
Se giró para ver a sus perseguidores y, para su sorpresa, vio que frenaban el paso, no
querían salir del amparo del bosque. Dando un suspiro de alivio, volvió a mirar hacia
el frente, hacia el puente; por eso no vio la flecha que se le clavó en la espalda, a la
altura del hombro izquierdo. Rupert nunca había sentido tanto dolor y sintió que las
fuerzas se le iban pero, haciendo un gran esfuerzo, consiguió no caerse del caballo y
llegar hasta la torre, a cuyo pie le esperaban varias guardias confusos.
– Orcos... han atacado... – dijo entre jadeos – Schildhort ha caído... vienen hacia
aquí... hay que avisar... el barón...
Tras esto, Rupert cayó inconsciente, golpeando el suelo con fuerza. Los
guardias lo recogieron y lo llevaron dentro mientras uno de ellos iba a buscar su
caballo. El barón Von Neuman debía ser informado de inmediato.
Mientras tanto, en Schildhort, Garuk miró complacido a su alrededor. La
fortaleza era suya, los humanos no habían resistido su envite. Si Grung no hubiera
sido tan cobarde, los habrían expulsado de esas tierras hace años.
– No hagáiz prizioneroz. – dijo mientras sacaba su rebanadora del pecho de sir
Jacob, que yacía muerto a sus pies – Kemadlo todo, hazta loz zimientoz.
– Je-je-jefe... – tartamudeó un goblin tras él – El chiko ha ezcapao, llegó hazta el
puente.
– No importa. – contestó Garuk – Zolo vivirá un día máz. Mañana, kuando el
gran ojo de Gorko y Morko aparezka en el cielo, no verá a ningún zucio
humano en la región. ¡Daoz priza, muchachoz, noz ezpera un preza mayor al
otro lado del río!
¡Las batallas con trasfondo se disfrutan mucho más! Enhorabuena Xanathos :)
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