domingo, 2 de enero de 2022

[YOUTUBE/INFORME] Batalla en Twitch #5: Condes Vampiro VS Imperio (1000 puntos)

Buenas tardes warhammeros. El Twitch de Pumu ha estado una temporada un poco más tranquilo, pero aún guardaba algunas gemas, como el especial de Halloween. Estos días han proporcionado algo de tiempo libre, y por eso hoy se resube el informe de batalla en directo que jugaron en aquel especial. Os recomiendo echarle un ojo, especialmente al extenso y perturbador trasfondo inicial sobre los caballeros de la Rosa Azul (que os dejamos escrito si preferís), con el que arranca el enfrentamiento entre los Condes Vampiro dirigidos por Xanathos y los hombres del Imperio comandados por Javi





– Venid, acercaos al fuego, calentaos y escuchad al viejo Gustavadolf narrar la historia del espeluznante Túmulo de las Ánimas. Todo sucedió hace muchos, muchos años, cuando el abuelo de mi abuelo era todavía un crío recién destetado. Nuestra región disfrutaba de un periodo de paz relativa cuando, sin saber muy bien de dónde había salido, una inmensa horda de hombres bestia, mutantes y todo tipo de aberraciones comenzó a asolar la zona, asaltando las caravanas de mercancías y pasajeros que transitaban por los caminos y reduciendo a cenizas las aldeas más remotas. El miedo no tardó en extenderse y la ciudad comenzó a llenarse de refugiados que huían de tanto horror y devastación. 
» La situación era crítica. El conde ordenó a los nobles que movilizasen a todas sus tropas para tratar de acabar con la infame amenaza, pero todo parecía inútil; las criaturas evitaban atacar las aldeas defendidas y las patrullas enviadas a los bosques tras su rastro eran continuamente emboscadas y masacradas. Ni el acero ni la pólvora parecían afectar a esas monstruosidades y la moral de nuestros soldados estaba por los suelos. Fue entonces cuando aparecieron los caballeros azules. 
» La Orden de Caballeros de la Rosa Azul era una pequeña y misteriosa orden de caballería que había participado años atrás en las cruzadas de Arabia. Se dice que allí, en un palacio-fortaleza abandonado situado en un oasis perdido en mitad del desierto, encontraron un maravilloso rosal de flores azules que no se marchitaban nunca. El Gran Maestre quedó tan asombrado por su belleza que decidió convertirlo en el emblema de su orden y siempre llevaba una de esas rosas prendida en la armadura. Nadie sabe qué otros tesoros o secretos hallaron en aquella fortaleza, pero desde aquel momento sus habilidades para el combate se incrementaron de manera prodigiosa, convirtiéndolos en guerreros temibles que inclinaban a su favor todas las batallas en las que tomaban parte. Acabada la guerra, regresaron al Imperio y empezaron a pasar desapercibidos, apareciendo solo de vez en cuando para ayudar a algún ejército estatal a acabar con algún waaagh orco o una horda de no muertos. 




» Los Caballeros de la Rosa Azul se unieron a la lucha y, desde ese momento, todo cambió. En pequeños grupos, de no más de cinco o seis hombres, los cruzados se internaron en los bosques y empezaron a rastrear a las diabólicas criaturas. No solo consiguieron repeler sus emboscadas, sino que también hallaron sus escondrijos, sucios y oscuros agujeros excavados en las laderas de montes y colinas, acabando con la vida de toda aberración que en su interior habitaba. Poco a poco, los caballeros fueron limpiando los bosques e hicieron retroceder a la horda hasta arrinconarla en lo más profundo, donde consiguieron aniquilarlos con la ayuda de las tropas estatales. 
» Como agradecimiento por su ayuda, el conde otorgó a la orden la propiedad de unos terrenos situados al norte de la ciudad, dentro de los cuales había una antigua fortaleza, que los caballeros restauraron y convirtieron en su sede principal. En el centro del patio de armas, el Gran Maestre plantó la rosa azul que se trajo consigo de Arabia y, en pocos meses, de ella brotó un hermoso rosal igual al que había en el desierto. En las torres de las esquinas, colocaron grandes campanas cuyo sonido se oía en varias leguas a la redondas, para poder avisar a las aldeas de la zona de cualquier peligro que se avecinara.
» Pero no todo el mundo estuvo de acuerdo con esa concesión. Los terrenos incluían un bosque al que acudían todos los nobles y grandes señores de la región en búsqueda de trofeos de caza (espléndidos ciervos, fieros jabalíes, feroces osos...). Cuando los caballeros asumieron su control, prohibieron la entrada a todo el mundo, restringiéndolo solo para ellos. Los nobles protestaron y solicitaron al conde que retirara el bosque a la orden, pero este se negó, ya que se sentía en deuda con los caballeros. 
» A pesar de la prohibición, los nobles continuaron organizando cacerías, internándose en mitad de la noche y al amparo de la oscuridad. Esto provocó numerosos enfrentamientos con los caballeros que patrullaban por el bosque, encuentros que muchas veces se saldaron con choque de espadas y nobles con una mano menos, lo que no hizo más que aumentar la indignación de los señores y la animadversión hacia los caballeros. Ante la negativa del conde a intervenir, los nobles empezaron a buscar otras maneras de recuperar sus terrenos. 
» Discretamente, los nobles formaron una tropa conjunta y, una noche como esta, la Hexenstag (la Noche Bruja, víspera de Año Nuevo), los enviaron a atacar la fortaleza cruzada. Fue una lucha sin cuartel y muchos hombres buenos cayeron en las murallas y en el patio. Los asaltantes eran diez veces más que los defensores y los habían tomado por sorpresa, pero los caballeros eran guerreros veteranos y consiguieron frenar el ataque. Fue entonces cuando los nobles demostraron la clase de gente que eran y ordenaron a los arqueros escondidos en el bosque que disparasen flechas incendiarias. Las saetas se alzaron, recortando su figura contra Morrslieb, la gran luna verde que brillaba llena en el cielo, y, al caer, prendieron los tejados de paja de los establos y almacenes. Con el fuego desatado a sus espaldas, los caballeros trataron de huir, pero las órdenes de los nobles habían sido claras: ninguno de los cruzados podía salir con vida. Y ninguno lo hizo. 




» La fortaleza quedó reducida a cenizas. Al enterarse, el conde entró en cólera, pero no se atrevió a tomar ninguna represalia contra los nobles. El lugar quedó abandonado y las cacerías se reanudaron con total normalidad. Sin embargo, un año después, de nuevo durante la Hexenstag, algo muy extraño sucedió: comenzó a oírse el tañir de las campanas de la fortaleza. No tenía ningún sentido, la fortaleza había sido destruida, pero allí estaba aquel sonido, claro y nítido. Venciendo al miedo, un grupo de ciudadanos curiosos se acercaron a las ruinas y lo que allí vieron, los dejó sin habla. Los muertos se habían levantado de sus tumbas, unos vistiendo la armadura azul de los caballeros, otros con las divisas de los nobles. Bajo la verde luz de Morrslieb, las espadas cortaban la carne putrefacta, dejando a la vista los huesos astillados. Totalmente aterrados, los ciudadanos huyeron de allí, pero parte de los espectros los descubrieron y comenzaron a perseguirlos. Solo tres de ellos consiguieron regresar a la ciudad y contar lo ocurrido, pero estaban tan gravemente heridos que apenas sobrevivieron algunas horas. Al día siguiente, el conde envió a la guardia a investigar el lugar, pero no hallaron nada, todo parecía estar igual salvo una cosa: el rosal había vuelto a florecer en mitad del antiguo patio. Tras ser informado e incapaz de encontrar una explicación lógica, el conde declaró que aquel lugar estaba maldito y prohibió a todos que se acercaran a él. 
» Desde entonces, aquel lugar se conoció como el Túmulo de las Ánimas y todas las Hexenstag, las campanas vuelven a doblar y los espectros de los muertos se levantan de nuevo para reanudar su interminable batalla. Durante esa noche, todos los ciudadanos de bien se encierran en sus casas y elevan sus oraciones a Sigmar y Morr en búsqueda de protección. Y si alguno de ellos se atreve a salir del refugio de los muros, desaparece para siempre y no vuelve a saberse nada de él. Por tanto, esta noche, regresad pronto a casa y, en cuanto oigáis sonar las campanas, cerrad bien puertas y ventanas para protegeros del mal que anuncian. 

Acabada su historia, el viejo Gustavadolf se acomodó en su asiento junto a la chimenea de la taberna y se dispuso a pedir otra jarra mientras la gente a su alrededor comenzaba a dispersarse. Un par de mesas más allá se sentaba una pareja de jóvenes. Ella, alta, de piel clara, larga melena oscura y ojos azules, no había perdido detalle de las palabras del anciano; él, ancho de hombres y porte elegante, apenas había prestado atención y parecía más interesado en lanzar furtivas mirada a su acompañante. Se trataban de Beatrix, hija de un rico comerciante de telas que se había instalado en la ciudad hacía pocos meses, y Alonz, heredero del marqués de Numanz. 

– ¡Menuda historia, no tenía ni idea! – dijo ella. 
– Sí, bueno, – respondió él – no está mal. El viejo sabe cómo ganarse unas monedas. 
– ¿Y es verdad que pueden oírse las campanas desde aquí? 
– Bueno, pronto podrás comprobarlo, está comenzando a anochecer. Será mejor que nos vayamos ya, no queremos que tu padre se preocupe. 

La pareja se levantó, salió del local y comenzó a andar por las calles, rumbo al barrio rico. En el horizonte, las últimas luces del sol comenzaban a desaparecer por el oeste mientras comenzaba a distinguirse ya la silueta de Morrslieb. Ninguno de los dos habló durante el trayecto, simplemente continuaron caminando hasta llegar a la puerta de la casa de la muchacha. 




– ¿Qué te pasa, Beatrix? – preguntó al fin Alonz – No me has dicho nada desde que salimos de la taberna. 
– Estaba pensando, Alonz, en esa historia. 
– Oh, no te preocupes. Ahora hablaré con tu padre para recordarle que le diga a los criados que cierren bien los cerrojos de todas las puertas y las ventanas. No permitiré que ningún mal te suceda. 
– Oh, no, tranquilo, no temo a los cuentos de hadas. Estaba pensando en esas rosas que crecían en el patio de la fortaleza. ¿Tú las has visto, de verdad son tan hermosas? 
– Sí, algunas de las veces que he ido de cacería al bosque he visto, a lo lejos, las ruinas, y en su centro, el magnífico rosal que dices. 
– ¿Y cómo son esas rosas? 
– Grandes, más grandes que mis puños, y de un color tan azul que rivaliza con el mismo océano. 
– ¿Son más hermosas que mis ojos? 
– ¡Oh, no, eso imposible! Nada puede rivalizar con tus ojos, jamás he visto nada más bello. 
– Sin embargo, dices que esas flores son hermosas. 
– Más que los zafiros, pero no como tu ojos. 
– ¿Y qué te parecería si una de esas rosas adornara mi pecho o mis cabellos, a juego con mis ojos? 
– A buen seguro no soy capaz de imaginar una visión más bella. 
– Entonces, mi querido Alonz... ¿me conseguirás una de esas flores? 
– Por supuesto, Beatrix, mañana mismo, acabada la ceremonia en el templo, cabalgaré raudo hasta las ruinas, cortaré una de las rosas, la más bella y grande, y la traeré para ti.
– Pero Alonz, ¿por qué esperar? ¿No podrías ir esta misma noche? 
– Es-esta noche... – balbuceó el muchacho. 
– ¡Sí! Así podría lucir la flor durante la ceremonia y toda la ciudad sabría que mi amado es el hombre más valiente que en ella habita. 
– Pero, esta noche, es la Hexenstag y las campanas... 
– ¿No me digas que tienes miedo de esa historia, Alonz? ¿Conoces acaso alguien que haya desaparecido? 
– No, claro que no, pero... 
– ¿O es que acaso no me amas lo suficiente? ¡Oh, desgraciada de mí! Ya me advirtieron mis amigas que no me relacionara contigo, que eras rápido de palabra pero lento en acciones, y que tu valor flaquea cuando debes utilizarlo. 
– ¿Quién dice eso? – preguntó molesto el muchacho – Tú has visto mi salón de trofeos, Beatrix, has visto las pieles de los osos y los jabalíes que mi brazo ha dado muerte. No hay nada en esos bosques que haga temblar mi espíritu. 
– Sí, eso dices, pero te niegas a ir en búsqueda de un simple flor. ¿Cómo puedo así creerte? 

El muchacho quedó en silencio, apretando los labios y mirando fijamente a su amada. Apenas quedaba ya luz y Morrslieb era ya clara en el cielo. Tras exhalar fuertemente, Alonz se arrodilló y dijo: 

– No te preocupes, Beatrix, tendrás tu flor a tiempo de llevarla mañana en el templo. Y así, toda la ciudad verá que no hay nada más hermoso que tú. 
– ¡Oh, Alonz, qué feliz me haces, qué afortunada soy de tenerte! – contestó ella, arrojándose a sus brazos y dándole un gran beso. 

Alonz se dio media vuelta y se marchó en silencio mientras Beatrix entraba en la casa. Tras cenar con sus padres y rezar sus oraciones, subió a acostarse. Tan emocionada estaba pensando en su amado que tardó en dormirse. Cuando estaba a punto de hacerlo, oyó en la lejanía el sonido de las campanas, que se colaba a través de las ventanas cerradas. Toda su valentía y bravuconería anterior habían desaparecido y la muchacha sintió una gota de sudor frío que recorría su espalda. Se arrebujó entre las sábanas y se cubrió la cabeza con la almohada, tratando de ahogar el sonido de las campanas. Así estaba hasta que finalmente el cansancio la venció y se durmió. 




La mañana siguiente, Beatrix se despertó con la voz de su doncella. 

– Despertad, mi señora, ya llegó el alba. 
– ¡Oh, qué bien he dormido! – dijo mientras se desperazaba – Al principio me costó debido a esas malditas campanas, pero al final... espera, ¿qué es ese alboroto que se oye en la calle? 
– Veréis, mi señora, ha pasado algo... 
– ¿Qué ha pasado? Vamos, no tengas miedo, di la verdad. 
– Pues veréis, se trata del señor Alonz. Según parece, después de despedirse de vos anoche, no regresó a su casa ni se sabe nada de él. 
– ¿Qué? ¿Me hablas en serio? 
– Sí. He oído que uno de los guardias lo vio salir de la ciudad, en dirección al bosque. Su padre, el señor marqués, ha organizado una partida de búsqueda. Esos ruidos que escucháis son los hombres que se reúnen y preparan para salir ya, con el marqués a la cabeza. 
– No, no puede ser... 

Muy asustada, Beatrix corrió hacia la ventana de su habitación y la abrió, con la intención de asomarse por ella, pero lo que vio la dejó helada. Allí, sobre el alféizar, había una rosa azul con los pétalos manchados de sangre. La joven se quedó mirando la flor con los ojos muy abiertos. Lentamente, acercó su mano hasta ella, la cogió, se la aproximó a la cara y la besó, manchándose los labios de sangre. A continuación, se colocó la flor en entre sus negros cabellos y, haciendo caso omiso de su asustada doncella, salió de la casa, todavía en camisón, y se perdió entre los callejones de la ciudad. 

Al mismo tiempo, el marqués de Numanz salía por las puertas de la ciudad al frente de una pequeña fuerza de soldados. Su primogénito y heredero había desaparecido y no había nada en este mundo que le impidiese recuperarlo.




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